Cristóbal Medina

Patri la mentirosa

FECHA

Hola, Laura, tengo que contarte un gran secreto; ya no puedo callarlo más e iré directa al grano: soy una mentirosa.

Sí, eso es. Toda mi vida, desde que nos conocimos hasta este instante, ha estado basada en la mentira y es hora de ponerle fin. Bueno, pues con esta confesión quiero que mi vida dé un giro radical, que ya va siendo hora. Siempre me gustó la psicología y lo que voy a contarte espero que me sirva para psicoanalizarme.

Mi primera mentira surgió por casualidad, cuando ambas éramos unas crías y, como no supe pararla, creció como bola de nieve que rueda por una pendiente. Fue por algo insustancial, sin importancia, pero acabó marcando el devenir de mi vida.

¿Recuerdas cuando apareciste en el cole con unos patines? Pues ahí comenzó todo. Éramos por entonces muy amigas, y lo seguimos siendo, pero yo te tenía envidia. Todo lo tuyo me parecía muy bonito. Tus zapatillas que brillaban con lucecitas al caminar, tus falditas de vuelo tan monas y hasta las gomas del pelo. Yo te miraba a ti, luego me miraba a mí y me moría de envidia.

Aquel día que te digo, llegaste con unos patines nuevos y en el recreo te los pusiste para estrenarlos. Se me iban los ojos detrás, porque yo no tenía patines. Tú estabas muy contenta y reías. Al darte cuenta de que te miraba, me dijiste: «a ver si no me la pego, que soy un pato». Me pareció que te burlabas de mí, cuando solo pretendías que no te envidiara.

Me pudo el orgullo y te di indicaciones de cómo debías patinar: «Lo más importante es tener confianza, mantenerte firme y echar el cuerpo hacia delante. No tengas miedo, que es muy fácil, casi como andar. Verás como, cuando pienses que te caes, reaccionas echando un pie adelante y recuperas el equilibrio». Entonces, sonreíste y comenzaste a desabrocharte los patines. Me pediste que me los pusiera yo y te enseñara cómo hacerlo. Habías dado por supuesto que sabía patinar y yo no estaba dispuesta a desmentirlo.

Esa fue mi primera mentira, una mentira chiquitita. Podía haberte dicho que yo no sabía patinar, que tan solo te indicaba cómo entendía que debía hacerse; pero el engreimiento se apoderó de mí y me inventé una excusa, mi segunda mentirijilla: «No, no puedo patinar, tengo una lesión en el tobillo». Punto y final, asunto zanjado. Pero tuviste que rematarlo: «Si no te he notado nada, andas muy bien, ¿cómo no te has quejado antes?». Ahí llegó la puntilla por mi parte, la mentira gordota: «Porque no es una lesión propiamente dicha. Es que soy patinadora, estoy federada y la entrenadora me ha dicho que cuide el tobillo; que lo fortalezca sin arriesgarme a un torcimiento, porque, si sufre un pequeño percance, perdería la temporada». Levanté la cabeza orgullosa y me marché. «¡Chúpate esa, patinadora de pacotilla!».

Todo podía haber quedado ahí y esa cuestión entre crías sería olvidada pronto, pero no, tú te obsesionaste con el tema. «Mi amiga Patri es patinadora y está federada. Patri compite en torneos de patinaje. Patri es una figura del patinaje. En cuanto aprenda, yo también voy a federarme y a competir».

Los días siguientes fueron muy malos para mí. Quería desmentirlo todo y decirte que se me fue la lengua y que no sabía patinar, que nunca había patinado y que no estaba federada en ningún deporte. De verdad que lo intenté, pero en cuanto te veía, me preguntabas y yo te daba cada vez más consejos de cómo patinar mejor. Había conseguido que me admiraras. Algo había cambiado, ya no te envidiaba yo a ti, sino que eras tú la que me envidiabas a mí. Así que lo dejé estar.

Pero apenas dormía ni estudiaba. Solo pensaba en el momento de decepción que ibas a sufrir cuando lo supieras todo. Y eso iba a pasar, porque si le pedías a tus padres que te llevasen a la federación de patinaje, descubrirías que yo nunca estuve allí. Tanto sufrí, que decidí adelantarme. Le dije a mi padre que quería ser patinadora y él me miró con cara de sorpresa. Mucho le insistí hasta que me llevó a la federación y cumplimentamos la ficha. Mi padre me compró unos patines de esos de cuchillas, no de ruedines como los tuyos, y se empeñó en que me enseñaran a patinar. Yo pensé que sería buena idea, porque el día que tú llegases a federarte ya te tendría ventaja y seguirías admirándome.

El primer día, la entrenadora, al ver que ni siquiera sabía tenerme en pie con los patines, me dijo que era mejor que buscase otro deporte que fuera más acorde con mis aptitudes. Yo me empeñé en demostrar que sí que tenía cualidades y puse en práctica todas las instrucciones que te había dado, pero no era tan fácil. Entonces, la entrenadora me encontró llorando. Lloraba porque imaginaba tu burla cuando supieses que ni siquiera era capaz de tenerme en pie en unos patines. Pero a ella le mentí de nuevo, le dije que lloraba porque siempre había soñado con ser patinadora, que me había propuesto ser una figura internacional, que quería recorrer los países patinando. Que amaba el patinaje sobre todas las cosas, pero que me había dado cuenta de que nunca lo lograría. La entrenadora se apiadó de mí y me dijo que eso estaba por ver. Desde entonces puso un interés especial en que yo aprendiera a patinar. Me dedicó más atención que al resto de las niñas y mi torpeza siguió siendo torpeza, pero con una diferencia: patinaba con torpeza y antes no patinaba.

En casa, todos los días me preguntaban por mis avances. Yo era cauta, aunque de vez en cuando sumaba un progreso, para no quedar como inútil. Lo sumaba de palabra más veces que en la práctica. Me creyeron una experta, cuando lo único que había conseguido era dar una vuelta a la pista sin caerme. Sin caerme mucho.

El caso es que me empeñé en aprender y le dediqué tanto tiempo y ganas que comencé a progresar de verdad. Mi entrenadora me apuntó a los campeonatos provinciales. Es cierto que me advirtió que no iba a lograr ninguna medalla, pero que me vendría bien la experiencia. Mi orgullo fue grande cuando te lo conté: «Voy a competir por una medalla». Y tú saltaste loca de alegría y me abrazaste. Te vencí. Me admirabas, a pesar de que tu pantalón vaquero roto estuviera más roto que el mío y que tus zapatillas fuesen fucsias, mientras las mías eran blancas. Luego me confesaste que te habías cansado de los patines y que ya no te ibas a federar.

Yo competí y quedé de las últimas. Pero el público y los aplausos dieron una gratificación a mis esfuerzos; así que, con cierta pena, decidí dejar el deporte. Con pena y con la firme oposición de mi entrenadora, que me dijo que apostó por mí y que había descubierto que yo tenía madera. ¿Madera yo? ¿De qué? ¡Pero si no me gustaba patinar! Al final, no quise defraudarla, por todo el tiempo que me había dedicado, y me propuse seguir unos meses más.

Al año siguiente gané los provinciales y fui corriendo a enseñarte mi medalla de oro. En esas, tú me dijiste que habías visto mi foto en el Diario. Me volviste a abrazar y a felicitar.

Me sacrifiqué mucho por el patinaje. Pero aquello me quitó tiempo para juegos, tiempo con amigos, tiempo de lecturas y para ver series y pelis. Al año siguiente gané el campeonato autonómico y, cuando estaba decidida de nuevo a dejarlo, mi entrenadora me dijo que me había inscrito en el campeonato nacional. Y luego vino el europeo. Como sabes, he llegado a ser tres veces campeona de Europa y a tener una medalla de bronce en las olimpiadas. Pero todo a costa de abandonar mis estudios, a mis amigos y las diversiones. Mientras practicaba mi odiado deporte, arriesgaba con la intención de lesionarme y de que la lesión me obligase a dejarlo. Pero ese riesgo asumido de forma temeraria era el que me acababa dando las medallas.

Me planté frente a mi padre y, llorando, le dije que no quería seguir. Él fue a hablar con mi entrenadora, porque, si llego a ir yo, seguiría compitiendo a estas horas. Entonces, me matriculé en el nocturno para sacarme a destiempo el bachillerato, y ya tenía a la vista las pruebas de acceso a la universidad. Por fin iba a estudiar Psicología, que siempre fue mi pasión. Por fin iba a abandonar la impostura.

Recuerdo lo contenta que fui a verte a tu piso de estudiante en Salamanca. Te dije que había dejado de competir y que me estaba centrando en acabar el bachillerato para estudiar una carrera. Tú me dijiste que cursabas el último año de Biológicas y la envidia me mordió de nuevo, pero intenté disimularlo. Estabas al ordenador y ni siquiera sabías incorporar una tabla Excel en el Word para tu trabajo de fin de grado. Te dije cómo y me respondiste admirada que yo era un portento, que, a pesar de tener el tiempo ocupado con algo tan absorbente, como era la competición de élite, sabía informática. Ahí salió mi genio: «¿Qué te crees?, que solo vivo para una cosa. Pues claro que sé usar un ordenador y además soy experta en redes y en bases de datos». Te quedaste sorprendida. Tanto que volviste a abrazarme y a regalarme tu asquerosa sonrisa de admiración. Me dijiste lo mucho que me querías y cómo yo era un referente en tu vida. Me marché diciendo para mí: «joróbate, estúpida».

A los pocos días, te presentaste en mi casa pidiéndome auxilio. Se te acababa el plazo para presentar tu trabajo de fin de grado y se te había roto el ordenador. Me dijiste que si no te lo arreglaba ibas a perder la convocatoria. Al día siguiente me presenté yo en tu casa con tu ordenador arreglado y las muestras de tu admiración hacia mí alcanzaron cumbres tan altas como los picos del Himalaya. Me callé que lo había llevado a una tienda y pagué de mi bolsillo su arreglo. No te lo digo ahora para que me des el dinero, sino para que veas hasta dónde fui capaz de llegar, con tal de no desmentir que era una experta en informática. Para rematarlo, diste por hecho que me iba a matricular en esa carrera, aprovechando mis conocimientos. Y tampoco fui capaz de desmentirlo.

Un día más tarde, te presentaste con tu novio. Bueno, con el novio que tenías entonces, que «por casualidad» era informático. Me estuvo dando la vara con consejos sobre la forma de llevar a los profesores de la facultad, sobre las asignaturas más difíciles y sobre cómo rellenar los impresos de matrícula. Mientras él hablaba, tú te sentías orgullosa de que tu amiga Patri estuviera a la altura de tu novio en una carrera tan difícil como esa: ingeniero informático, nada menos.

Sí, odio la informática; la odiaba entonces y la sigo odiando ahora, y ese día decidí ser ingeniera informática para que me siguieras admirando. En un principio no lo vi tan descabellado, pues era una carrera con salidas. Mi padre se alegró de que dejara atrás la psicología y me hiciera ingeniera. Todos erais felices. Menos yo.

Y soy ingeniera, ya lo sabes. Ayer fui a darte en las narices con mi brillante expediente académico. Pero lo cierto es que sufrí con la informática tanto como con el patinaje. Como desde un principio no me gustaba nada, tomé la decisión de acabar la carrera en el menor tiempo posible y me matriculé en más asignaturas de las que era razonable. Me quemé las pestañas con el ordenador, estudié matemáticas para solventar mis carencias, tomaba cinco cafés diarios, apenas dormía y acabé hastiada y sin ganas de vivir.

Ayer me mostré feliz delante de ti, con la categoría que me daban mis campeonatos de Europa, mi medalla olímpica y mi título de ingeniera. Y ahí estabas tú, con tu novio, con el nuevo, diciendo que os ibais a casar.

Entonces, tomaste una actitud condescendiente. Te apenabas de mí. Sí, eso dijiste, que te apenabas, porque mi dedicación compulsiva al deporte y acabar informática en solo tres años me había impedido vivir. Afirmaste que yo no había tenido relaciones con otras personas y, lo que es peor, que no había podido tener pareja. Que yo era como una monja que había profesado votos con objeto de conseguir bienes mayores. Que me admirabas por eso. Tú me admirabas por mi fuerza de voluntad, por mi renuncia al mundo, por no conocer lo que es el amor. ¡Tú me admirabas, maldita hija de…! No, no podía consentirlo y te di de nuevo con una mentira en las narices. Yo tenía novio, ¿qué te habías creído? Y había tenido varios: un patinador, cuando apenas era una adolescente; un empresario, cuando estudiaba el bachillerato nocturno, y un director de cine, mientras estudiaba la ingeniería. ¡Chúpate esa, morena!

Temí entonces que me pidieras que quedásemos las dos parejas para cenar y no, no iba a buscarme un novio de alquiler. Se había acabado; esa mentira tenía que ser la última. Si me pedías eso, te contaría que acabábamos de romper. También mentira, pero la última.

Pensar en ello me ha impedido dormir en toda la noche y he tomado la decisión de confesártelo todo. Pero lo que de verdad me ha hecho decidirme a acabar mi gran mentira es que me contaseis vuestros planes de tener familia numerosa. Por ahí sí que no paso. No estoy dispuesta a buscar novio, casarme y verme rodeada de hijos, con tal de ser más guay que tú. ¡Hasta ahí podíamos llegar!

Y, antes de despedirme, quiero contarte que me acabo de matricular en Psicología y que le daré su tiempo para acabarla. Así que, cuando no soportes a tu prole ni aguantes a tu maridito, busca mi consulta a través de Internet. Será un placer atenderte. Te haré descuento.


Este cuento fue publicado el 10 de julio de 2022 en el Diario de Ávila.

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