Hola, Laura, tengo que contarte un gran secreto; ya no puedo
callarlo más e iré directa al grano: soy una mentirosa.
Sí, eso es. Toda mi vida, desde que nos conocimos hasta este
instante, ha estado basada en la mentira y es hora de ponerle fin. Bueno, pues
con esta confesión quiero que mi vida dé un giro radical, que ya va siendo
hora. Siempre me gustó la psicología y lo que voy a contarte espero que me
sirva para psicoanalizarme.
Mi primera mentira surgió por casualidad, cuando ambas
éramos unas crías y, como no supe pararla, creció como bola de nieve que rueda
por una pendiente. Fue por algo insustancial, sin importancia, pero acabó
marcando el devenir de mi vida.
¿Recuerdas cuando apareciste en el cole con unos patines?
Pues ahí comenzó todo. Éramos por entonces muy amigas, y lo seguimos siendo,
pero yo te tenía envidia. Todo lo tuyo me parecía muy bonito. Tus zapatillas
que brillaban con lucecitas al caminar, tus falditas de vuelo tan monas y hasta
las gomas del pelo. Yo te miraba a ti, luego me miraba a mí y me moría de
envidia.
Aquel día que te digo, llegaste con unos patines nuevos y en
el recreo te los pusiste para estrenarlos. Se me iban los ojos detrás, porque
yo no tenía patines. Tú estabas muy contenta y reías. Al darte cuenta de que te
miraba, me dijiste: «a ver si no me la pego, que soy un pato». Me pareció que
te burlabas de mí, cuando solo pretendías que no te envidiara.
Me pudo el orgullo y te di indicaciones de cómo debías
patinar: «Lo más importante es tener confianza, mantenerte firme y echar el
cuerpo hacia delante. No tengas miedo, que es muy fácil, casi como andar. Verás
como, cuando pienses que te caes, reaccionas echando un pie adelante y
recuperas el equilibrio». Entonces, sonreíste y comenzaste a desabrocharte los
patines. Me pediste que me los pusiera yo y te enseñara cómo hacerlo. Habías
dado por supuesto que sabía patinar y yo no estaba dispuesta a desmentirlo.
Esa fue mi primera mentira, una mentira chiquitita. Podía
haberte dicho que yo no sabía patinar, que tan solo te indicaba cómo entendía
que debía hacerse; pero el engreimiento se apoderó de mí y me inventé una
excusa, mi segunda mentirijilla: «No, no puedo patinar, tengo una lesión en el
tobillo». Punto y final, asunto zanjado. Pero tuviste que rematarlo: «Si no te
he notado nada, andas muy bien, ¿cómo no te has quejado antes?». Ahí llegó la
puntilla por mi parte, la mentira gordota: «Porque no es una lesión propiamente
dicha. Es que soy patinadora, estoy federada y la entrenadora me ha dicho que
cuide el tobillo; que lo fortalezca sin arriesgarme a un torcimiento, porque,
si sufre un pequeño percance, perdería la temporada». Levanté la cabeza
orgullosa y me marché. «¡Chúpate esa, patinadora de pacotilla!».
Todo podía haber quedado ahí y esa cuestión entre crías
sería olvidada pronto, pero no, tú te obsesionaste con el tema. «Mi amiga Patri
es patinadora y está federada. Patri compite en torneos de patinaje. Patri es
una figura del patinaje. En cuanto aprenda, yo también voy a federarme y a
competir».
Los días siguientes fueron muy malos para mí. Quería desmentirlo
todo y decirte que se me fue la lengua y que no sabía patinar, que nunca había
patinado y que no estaba federada en ningún deporte. De verdad que lo intenté,
pero en cuanto te veía, me preguntabas y yo te daba cada vez más consejos de
cómo patinar mejor. Había conseguido que me admiraras. Algo había cambiado, ya
no te envidiaba yo a ti, sino que eras tú la que me envidiabas a mí. Así que lo
dejé estar.
Pero apenas dormía ni estudiaba. Solo pensaba en el momento
de decepción que ibas a sufrir cuando lo supieras todo. Y eso iba a pasar,
porque si le pedías a tus padres que te llevasen a la federación de patinaje,
descubrirías que yo nunca estuve allí. Tanto sufrí, que decidí adelantarme. Le
dije a mi padre que quería ser patinadora y él me miró con cara de sorpresa.
Mucho le insistí hasta que me llevó a la federación y cumplimentamos la ficha.
Mi padre me compró unos patines de esos de cuchillas, no de ruedines como los
tuyos, y se empeñó en que me enseñaran a patinar. Yo pensé que sería buena
idea, porque el día que tú llegases a federarte ya te tendría ventaja y
seguirías admirándome.
El primer día, la entrenadora, al ver que ni siquiera sabía
tenerme en pie con los patines, me dijo que era mejor que buscase otro deporte
que fuera más acorde con mis aptitudes. Yo me empeñé en demostrar que sí que
tenía cualidades y puse en práctica todas las instrucciones que te había dado,
pero no era tan fácil. Entonces, la entrenadora me encontró llorando. Lloraba
porque imaginaba tu burla cuando supieses que ni siquiera era capaz de tenerme
en pie en unos patines. Pero a ella le mentí de nuevo, le dije que lloraba
porque siempre había soñado con ser patinadora, que me había propuesto ser una
figura internacional, que quería recorrer los países patinando. Que amaba el
patinaje sobre todas las cosas, pero que me había dado cuenta de que nunca lo
lograría. La entrenadora se apiadó de mí y me dijo que eso estaba por ver. Desde
entonces puso un interés especial en que yo aprendiera a patinar. Me dedicó más
atención que al resto de las niñas y mi torpeza siguió siendo torpeza, pero con
una diferencia: patinaba con torpeza y antes no patinaba.
En casa, todos los días me preguntaban por mis avances. Yo
era cauta, aunque de vez en cuando sumaba un progreso, para no quedar como
inútil. Lo sumaba de palabra más veces que en la práctica. Me creyeron una
experta, cuando lo único que había conseguido era dar una vuelta a la pista sin
caerme. Sin caerme mucho.
El caso es que me empeñé en aprender y le dediqué tanto
tiempo y ganas que comencé a progresar de verdad. Mi entrenadora me apuntó a
los campeonatos provinciales. Es cierto que me advirtió que no iba a lograr
ninguna medalla, pero que me vendría bien la experiencia. Mi orgullo fue grande
cuando te lo conté: «Voy a competir por una medalla». Y tú saltaste loca de
alegría y me abrazaste. Te vencí. Me admirabas, a pesar de que tu pantalón
vaquero roto estuviera más roto que el mío y que tus zapatillas fuesen fucsias,
mientras las mías eran blancas. Luego me confesaste que te habías cansado de
los patines y que ya no te ibas a federar.
Yo competí y quedé de las últimas. Pero el público y los
aplausos dieron una gratificación a mis esfuerzos; así que, con cierta pena,
decidí dejar el deporte. Con pena y con la firme oposición de mi entrenadora,
que me dijo que apostó por mí y que había descubierto que yo tenía madera.
¿Madera yo? ¿De qué? ¡Pero si no me gustaba patinar! Al final, no quise defraudarla,
por todo el tiempo que me había dedicado, y me propuse seguir unos meses más.
Al año siguiente gané los provinciales y fui corriendo a
enseñarte mi medalla de oro. En esas, tú me dijiste que habías visto mi foto en
el Diario. Me volviste a abrazar y a felicitar.
Me sacrifiqué mucho por el patinaje. Pero aquello me quitó
tiempo para juegos, tiempo con amigos, tiempo de lecturas y para ver series y
pelis. Al año siguiente gané el campeonato autonómico y, cuando estaba decidida
de nuevo a dejarlo, mi entrenadora me dijo que me había inscrito en el
campeonato nacional. Y luego vino el europeo. Como sabes, he llegado a ser tres
veces campeona de Europa y a tener una medalla de bronce en las olimpiadas.
Pero todo a costa de abandonar mis estudios, a mis amigos y las diversiones.
Mientras practicaba mi odiado deporte, arriesgaba con la intención de
lesionarme y de que la lesión me obligase a dejarlo. Pero ese riesgo asumido de
forma temeraria era el que me acababa dando las medallas.
Me planté frente a mi padre y, llorando, le dije que no
quería seguir. Él fue a hablar con mi entrenadora, porque, si llego a ir yo,
seguiría compitiendo a estas horas. Entonces, me matriculé en el nocturno para
sacarme a destiempo el bachillerato, y ya tenía a la vista las pruebas de
acceso a la universidad. Por fin iba a estudiar Psicología, que siempre fue mi
pasión. Por fin iba a abandonar la impostura.
Recuerdo lo contenta que fui a verte a tu piso de estudiante
en Salamanca. Te dije que había dejado de competir y que me estaba centrando en
acabar el bachillerato para estudiar una carrera. Tú me dijiste que cursabas el
último año de Biológicas y la envidia me mordió de nuevo, pero intenté
disimularlo. Estabas al ordenador y ni siquiera sabías incorporar una tabla
Excel en el Word para tu trabajo de fin de grado. Te dije cómo y me respondiste
admirada que yo era un portento, que, a pesar de tener el tiempo ocupado con
algo tan absorbente, como era la competición de élite, sabía informática. Ahí
salió mi genio: «¿Qué te crees?, que solo vivo para una cosa. Pues claro que sé
usar un ordenador y además soy experta en redes y en bases de datos». Te
quedaste sorprendida. Tanto que volviste a abrazarme y a regalarme tu asquerosa
sonrisa de admiración. Me dijiste lo mucho que me querías y cómo yo era un
referente en tu vida. Me marché diciendo para mí: «joróbate, estúpida».
A los pocos días, te presentaste en mi casa pidiéndome
auxilio. Se te acababa el plazo para presentar tu trabajo de fin de grado y se
te había roto el ordenador. Me dijiste que si no te lo arreglaba ibas a perder
la convocatoria. Al día siguiente me presenté yo en tu casa con tu ordenador
arreglado y las muestras de tu admiración hacia mí alcanzaron cumbres tan altas
como los picos del Himalaya. Me callé que lo había llevado a una tienda y pagué
de mi bolsillo su arreglo. No te lo digo ahora para que me des el dinero, sino
para que veas hasta dónde fui capaz de llegar, con tal de no desmentir que era
una experta en informática. Para rematarlo, diste por hecho que me iba a
matricular en esa carrera, aprovechando mis conocimientos. Y tampoco fui capaz
de desmentirlo.
Un día más tarde, te presentaste con tu novio. Bueno, con el
novio que tenías entonces, que «por casualidad» era informático. Me estuvo
dando la vara con consejos sobre la forma de llevar a los profesores de la
facultad, sobre las asignaturas más difíciles y sobre cómo rellenar los
impresos de matrícula. Mientras él hablaba, tú te sentías orgullosa de que tu
amiga Patri estuviera a la altura de tu novio en una carrera tan difícil como
esa: ingeniero informático, nada menos.
Sí, odio la informática; la odiaba entonces y la sigo
odiando ahora, y ese día decidí ser ingeniera informática para que me siguieras
admirando. En un principio no lo vi tan descabellado, pues era una carrera con
salidas. Mi padre se alegró de que dejara atrás la psicología y me hiciera
ingeniera. Todos erais felices. Menos yo.
Y soy ingeniera, ya lo sabes. Ayer fui a darte en las
narices con mi brillante expediente académico. Pero lo cierto es que sufrí con
la informática tanto como con el patinaje. Como desde un principio no me
gustaba nada, tomé la decisión de acabar la carrera en el menor tiempo posible
y me matriculé en más asignaturas de las que era razonable. Me quemé las
pestañas con el ordenador, estudié matemáticas para solventar mis carencias,
tomaba cinco cafés diarios, apenas dormía y acabé hastiada y sin ganas de
vivir.
Ayer me mostré feliz delante de ti, con la categoría que me
daban mis campeonatos de Europa, mi medalla olímpica y mi título de ingeniera.
Y ahí estabas tú, con tu novio, con el nuevo, diciendo que os ibais a casar.
Entonces, tomaste una actitud condescendiente. Te apenabas
de mí. Sí, eso dijiste, que te apenabas, porque mi dedicación compulsiva al
deporte y acabar informática en solo tres años me había impedido vivir.
Afirmaste que yo no había tenido relaciones con otras personas y, lo que es
peor, que no había podido tener pareja. Que yo era como una monja que había
profesado votos con objeto de conseguir bienes mayores. Que me admirabas por
eso. Tú me admirabas por mi fuerza de voluntad, por mi renuncia al mundo, por
no conocer lo que es el amor. ¡Tú me admirabas, maldita hija de…! No, no podía
consentirlo y te di de nuevo con una mentira en las narices. Yo tenía novio,
¿qué te habías creído? Y había tenido varios: un patinador, cuando apenas era
una adolescente; un empresario, cuando estudiaba el bachillerato nocturno, y un
director de cine, mientras estudiaba la ingeniería. ¡Chúpate esa, morena!
Temí entonces que me pidieras que quedásemos las dos parejas
para cenar y no, no iba a buscarme un novio de alquiler. Se había acabado; esa
mentira tenía que ser la última. Si me pedías eso, te contaría que acabábamos
de romper. También mentira, pero la última.
Pensar en ello me ha impedido dormir en toda la noche y he
tomado la decisión de confesártelo todo. Pero lo que de verdad me ha hecho
decidirme a acabar mi gran mentira es que me contaseis vuestros planes de tener
familia numerosa. Por ahí sí que no paso. No estoy dispuesta a buscar novio,
casarme y verme rodeada de hijos, con tal de ser más guay que tú. ¡Hasta ahí
podíamos llegar!
Y, antes de despedirme, quiero contarte que me acabo de
matricular en Psicología y que le daré su tiempo para acabarla. Así que, cuando
no soportes a tu prole ni aguantes a tu maridito, busca mi consulta a través de
Internet. Será un placer atenderte. Te haré descuento.
Este cuento fue publicado el 10 de julio de 2022 en el
Diario de Ávila.