Cristóbal Medina

Los Comuneros

FECHA

Los miembros del común constituían el tercer estado en el Antiguo Régimen. Eran los no privilegiados, es decir, los que no pertenecían al clero ni a la nobleza; los pecheros, los que estaban obligados a pechar —pagar— y sostener así a los estamentos privilegiados. A estos miembros del común los llamaron comuneros.

En 1516 un mozalbete extranjero de 16 añicos, nieto de los Reyes Católicos e hijo de la reina Juana, fue nombrado rey de Castilla, sin esperar a que le llegase el tiempo de heredar la corona y siendo menor de edad —dos ilegalidades—. Vino con una corte de nobles y clérigos flamencos en 1517 a sus territorios peninsulares, a usurpar el trono a una madre a la apenas conocía. Se llegó a por lo que consideraba suyo y comenzó a repartirlo. A Guillermo de Croy, por ejemplo, chavalico de 20 años, le regaló el arzobispado de Toledo. Pero este no quiso molestarse en visitar sus posesiones, se conformó con cobrar las suculentas rentas.

Esto, a los privilegiados les sentó muy mal, les estaban usurpando sus derechos. Pero los comunes se plantearon la cosa en serio: ¿podía el rey hacer su capricho o debía someterse a las leyes del reino? ¿En quién residía la soberanía? Cuestionarse esto era revolucionario.

El reyezuelo pendejo aspiró a ser emperador del Sacro Imperio Romano Germánico. Tenía territorios en Alemania, en Italia, en Flandes, en Castilla, en Aragón y al otro lado del Atlántico. Y podía pagar más sobornos a los siete magníficos electores que votaban el puesto. Pero necesitaba dinero y se sintió con derecho a que sus súbditos del reino más boyante, Castilla, se lo dieran. Para no verse presionado convocó unas cortes en un lugar apartado, en Santiago de Compostela. Allí acudieron los representantes de 16 ciudades castellanas, pero estos llevaban una cartera de reivindicaciones pendientes. Tenían que aprovechar, ya que el rey les convocaba poco y solo a capricho —de su bolsillo—. Pero el reydículo nada quería saber de otorgamientos, solo codiciaba pasta y se impacientaba por partir a Alemania en busca del título anhelado, así que trasladó las cortes a La Coruña, donde se preparaba ya un barco. Con presiones y sobornos logró que la mayoría de los representantes de las ciudades le concedieran el servicio, o sea, la pasta gansa. Carlitos salió escopetado y dejó a su preceptor, Adriano de Utrech, de regente. Las leyes de Castilla impedían a un extranjero ser regente, pero ¿quién iba a frenar en su capricho al propietario de la finca?

Prendió la mecha. Estalló la rebelión de los comuneros, es decir, de los integrantes del común, sumada a la de los privilegiados resentidos. Desde Toledo se extendió la insurrección y se provocaron altercados en Burgos, Guadalajara, León, Zamora o Ávila. La revuelta en Castilla se consolidó. Segovia linchó a uno de sus procuradores por traidor al firmar el servicio contraviniendo las instrucciones que llevaba. Adriano envió al alcalde Ronquillo a investigar, pero la ciudad se cerró en torno a su líder, Juan Bravo.

Toledo convocó una Santa Junta en Ávila, ciudad fortificada e inexpugnable. Por miedo, solo acudieron representantes de Toledo, Segovia, Salamanca y Toro. La Junta era Santa por ser universal y redactó la Ley Perpetua, con 25 capítulos en los que organizaron un Estado, dejando claro que el rey era rey porque el reino le aceptaba como rey. También pusieron límites a su poder y establecieron el sometimiento de la política al interés general. Los comuneros no negaban la legitimidad del rey que les había tocado en suerte —mala suerte—, tan solo pretendían que no abusara de unos privilegios que solo tenía por delegación.

Adriano envió a Antonio de Fonseca a asediar Segovia, pasando por Medina del Campo para hacerse con la artillería que allí se guardaba. Los de Medina tenían más aprecio a los segovianos que a las tropas reales y se negaron a entregar las armas. Los realistas prendieron fuego a la ciudad, para tener ocupados a los medinenses, pero estos se empeñaron en defender con sus vidas y sus propiedades la dignidad del reino. Medina fue arrasada por las llamas. Esto provocó el levantamiento generalizado de Castilla contra el regente.

El ejército comunero fue a Tordesillas, donde estaba la reina e instauraron un gobierno revolucionario. Pero doña Juana se negó a firmar ningún compromiso con los insurrectos.

La situación pronto iba a dar un vuelco. Los siervos aprovecharon la revuelta para protestar contra los abusos de los señores, lo que hizo recelar a estos y a muchos cambiar de bando. El rey desde Alemania nombró a dos nobles para integrar la regencia junto al cura extranjero, que fueron el almirante y el condestable de Castilla. Además, la importante ciudad comercial de Burgos vio más provechoso arrimarse al bando real, lo que ocasionó que Portugal y los banqueros castellanos financiaran al Consejo Real. El noble Pedro Girón y el obispo de Zamora, Antonio de Acuña, que encabezaban los ejércitos comuneros, fracasaron en sus acciones militares. Girón dimitió y cambió de bando. Acuña se fue a Toledo a seguir luchando.

La Santa Junta, ya en Valladolid, organizó un gran ejército, en el que los privilegiados lucharían junto a los comunes. Hubo batallas y escaramuzas hasta llegar al 23 abril de 1521 en que los ejércitos comuneros se vieron en la necesidad de dejar el castillo de Torrelobatón, arrebatado al almirante de Castilla, para dirigirse a Toro. Ese puñetero día llovía a cántaros, el ejercito realista salió en persecución de los comuneros y los alcanzó en las campas embarradas de Villalar. La sorpresa y la descoordinación les infligió una derrota que sería definitiva. Al día siguiente las cabezas de los tres dirigentes apresados, Padilla, Bravo y Maldonado, rodaron a un cesto. La represión fue implacable, requisaciones de bienes, destrucción de propiedades, multas cuantiosas y ejecuciones. El rey otorgó un perdón general, pero con excepciones —293 en concreto—. Mandó matar, porque era rey y podría decidir quién vivía y quién no. El rey era dueño y señor de haciendas y de vidas. Era el absolutismo el que había vencido.

El petimetre rey emperador dedicó el resto de su vida a guerrear en Europa con el fin de imponer una de las religiones —la suya— a todos sus súbditos. Empresa en la que fracasó y de paso arruinó al pujante reino de Castilla, esquilmando sus riquezas, las que venían de las Indias y las del país. Desde entonces Castilla no ha levantado cabeza hasta nuestros días de la España vaciada.

Si la propuesta castellana hubiera triunfado, habría contribuido decisivamente al adelantamiento en más de dos siglos la implantación de la democracia en Europa. Y Castilla podría haber sido hoy una región rica e influyente.

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