Cristóbal Medina

La vida en otros tiempos

FECHA

La celebración, en la ciudad donde vivo, de unas Jornadas Medievales me da la ocasión de reflexionar un poco sobre si la vida en otros tiempos es, como parecemos empeñarnos en hacerla ver, idílica y feliz, en contraposición a la dura vida de la época actual, llena de injusticias y amargada por una crisis artificial con la que quieren empobrecer a la mayoría de la población.

No voy a criticar esta fiesta, repetida por toda la geografía peninsular sin límite –aunque opino que la nuestra es mejor…–, ya se ha hecho una crítica bastante lúcida en una revista digital que ofrezco a quien le interese: http://avilabierta.com/PDF/saliendo%20al%20paso/lasjornadasmedievales.pdf. Tampoco es preciso hacer evidente algo que ya lo es, el falseamiento con que unos grupos de artistas representan esos tiempos –que tienen su mérito, pero que no saben del Medievo más que lo que han visto en malas películas–. Lo que quiero es romper un poco esa visión poética sobre el pasado, haciendo que las palabras denuncien que cuanto más nos alejamos en el tiempo, más nos introducimos en la barbarie, la injusticia, la ignorancia generalizada de la población o el dominio opresor de unos privilegiados –nobleza, clero, milites…– sobre la masa de la población. Y lo haré con un sólo ejemplo, sacado a la luz de forma arbitraria e incompleta, ya que es lo que me apetece hacer.
Dejaré de lado mencionar la higiene, o más bien su falta de ella. Recordemos que, hasta hace bien poco, la gente se aliviaba sus necesidades en la calle, en establos o detrás de alguna tapia apartada, o no tanto. Que vivían con el ganado dentro de la casa, pues éstos animales la calentaban. Que tan sólo se bañaban para la fiesta del patrón que era, además, cuando podían cambiarse la ropa. Tampoco me extenderé relacionando con la higiene y la ignorancia científica la mortandad. Ni hablaré de la incredulidad de unas gentes que fiaban de distintas religiones, las cuales les hacían creer que habían de resignarse a ser pobres, pasar hambre y sufrir injusticias, para poder ganar una vida eterna, lejos de un infierno pintado con llamas y feos demonios torturadores. Ni siquiera me referiré a las injustas guerras, ni a sus desastres. Esas que hacían ricos a los nobles y arruinaban los campos, las cosechas y las vidas de los súbditos. Pero daré un paso más allá y hablaré de lo peor a lo que podía enfrentarse una persona en tiempos pasados, la cárcel. Sí, he dicho bien, lo peor era la cárcel, no el ajusticiamiento. Y si no me creen, verán.
Bien es verdad que los presos actuales se quejan de su falta de libertad y hacinamiento en nuestras cárceles, no les falta razón, pero describiré cómo era una cárcel de la época medieval. El ejemplo está en la localidad segoviana de Pedraza, que conserva el edificio que sirvió de cárcel, prácticamente intacto, y lo ha hecho visitable para los turistas que quieren vivir “experiencias fuertes”.
Única puerta de entrada a la localidad de Pedraza, el edificio de la derecha es la cárcel
En la sala de detención podían tener a ocho o diez presos sobre un camastro de madera cubierto de paja, sujetos los pies por un cepo corrido, consistente en dos tablones que, con ajustados orificios, sujetaban los pies de todos a la vez, para inmovilizarlos. Así debían dormir, sin apenas moverse, ya que si lo hacían se magullaban los tobillos que difícilmente curarían ya.
Las celdas eran unos cuartos, de menos cuatro metros cuadrados, donde podían meter hasta dieciséis personas juntas, sin más ventana que un ventanuco en la puerta por donde recibían el rancho y que sólo dejaba pasar la luz si el carcelero era piadoso. Allí lo hacían todo, dormir, ¿rezar?, comer y aliviarse en unos agujeros del suelo; mezclados los asesinos desalmados, con los pobres dementes y las inocentes víctimas de injusticias o venganzas. A los que se quería castigar, las celdas no eran castigo, se los arrojaba a un pequeño calabozo, ya que carecía de escalera, por un hueco en el suelo, cayendo desde una altura de unos tres metros, donde permanecerían a oscuras y donde convivirían con sus propias heces, sus orines, las fracturas ocasionadas por la entrada en el calabozo, enfermedades infecciosas y las congojas de quienes compartieran su suerte.
Pero aquí no hemos acabado, todavía queda un grado más de castigo, que no de tortura, que de eso no estoy hablando; la tortura se hacía con ingenios y herramientas malévolas. Toda la zona baja del edificio constituía el último de los calabozos, también sin ventilación, ni luz alguna. Podía tener en el suelo más de medio metro de paja podrida, heces y orines, pues ahí llegaba todo aquello que salía de los cuerpos de los que estaban en las celdas de más arriba y que, obviamente, no querían consigo deshaciéndose de ello por los orificios del suelo de las celdas. De este calabozo ya difícilmente salía nadie con vida, ni aún muerto, quedando los cadáveres descomponiéndose en ese pastoso estercolero. ¿Cuántos habría juntos sufriendo este tormento? Supongo que no lo sabrían ni los carceleros, aunque se encargaban de llevarlos alimentos de vez en cuando, no como labor humanitaria, sino para alargar sus penosas vidas y por tanto su castigo.
Pido disculpas a la guía que me explicó el edificio, por si he errado en algún detalle. Cómo no voy a errar, si sólo fío de mi memoria, mas no tiene importancia, ya que tan sólo he querido dar unas pinceladas impresionistas, de la sensación que me causó. Para hacerme perdonar, invito a los curiosos a visitar la villa de Pedraza, hermosa en muchos otros aspectos, ya que esta cárcel no era algo singular suyo, sino generalizado de cada villa, ciudad, reino o continente. Y tampoco era peor que las demás.
Así que ya ven, debemos agradecer el vivir en tiempos actuales en lugar de antiguos, tanto como penar por vivir en tiempos actuales en lugar de futuros. Aunque cuando hablo de vivir en tiempos actuales o pasados lo hago generalizando, ya que estoy pasando por alto casos concretos: uso de armas químicas en Siria este mismo verano, el internamiento de presos en Guantánamo, el uso del burka en mujeres de algunos países, las trincheras de la Primera Guerra mundial o los bombardeos de la Segunda.
A propósito, ¿les he contado ya que he escrito una novela histórica?
De sobra sé que sí, pero era la excusa que precisaba para volver a hablar de ella.

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