Cristóbal Medina

Equilicuá

FECHA

 

Recién salido de imprenta el libro colaborativo de la Asociación La Sombra del Ciprés de 2023, quiero traer aquí mi relato del anterior, AV. Confidencial, de tema policíaco, al que yo le he dato un toque de humor a través de mi inefable personaje Elicio Iborra. Además está ambientado en los primeros días de la pandemia de 2020. Espero que os saque alguna sonrisa.

En Ávila nunca pasa nada. Soy Elicio Iborra y estoy hasta las narices, y las tengo grandes, de vivir en una de las ciudades más seguras de España. No es que me haya vuelto loco, sino que mi agencia de detectives privados se aburre de inactividad.

¿Será culpable la Escuela de Policía? ¿A quién se le ocurre montar algo así en una ciudad pequeña? Ahuyentan a los criminales, como diciéndoles: «Cuidadín, cuidadín, no vengáis para aquí». Es como si en la ciudad de los cristaleros prohibieran a los chavales jugar a la pelota en la calle. O los dentistas recomendaran a los niños no comer golosinas. Si ya, de por sí, en Ávila nos conocemos todos, traen aquí a los policías para que aprendan a ser policías. Me imagino a un delincuente pensando: «¿Dónde me establezco? ¡Pues en Ávila, que allí tendré el futuro asegurado!». ¡Y un cuerno!

Y encima la plandermia, como dice Primitiva, con quien estoy esposado —no se entienda en el argot policial—, que suele decir muchas cosas y en pocas acierta. Yo sé que el nombre de lo que nos ha caído este año 2020 es pandemia, que viene del término «pan», que en griego significa todo, y «demia» o «demos»: pueblo. Ambos en el idioma del Greco. Y el de las Grecas. O sea, más literal: «Demos pan a todo el pueblo». Pero ¿quién es el más pintado que le explica estos términos eruditos a mi esposa?

Va el Gobierno y el día 13 de este mes de marzo saca un decreto que prohíbe a todo bicho caminante salir de su casa. ¿Cómo va a acercarse alguien a mi agencia para encargarme un caso? Y si no hay caso, adiós casa. ¿Quién pagará la hipoteca? Y ¿quién paga a los cantamañanas de mis investigadores privados? Bueno, cantamañanas sensu stricto tan solo lo es Agustín, que se llega todos los días entonando aquello de «estas son las mañanitas, que cantaba el de la vid, con un vasito de vino, me alegro yo la nariz».

Agustín es nuestro sabueso de calle. Junto a Bola, Esmiz y yo mismo, formamos el equipo investigador. ¡Qué tipo este Esmiz! ¡Cuánta sabiduría y buen investigar! Y Bola no se queda atrás, que pensar, piensa muy bien. Muchas veces, solo con pensar, resuelve casos. Lo de Agustín ya es harina de otro costal. Está aquí por ser mi colega desde los tiempos en que vivíamos ambos en el barrio del Teso. De eso hace ya tiempo. Agus es el encargado de bajar a los bajos fondos, a pesar de que en Ávila lo más bajo que se puede bajar es al Soto, que está por donde nos visita el río Adaja a ratos. Para los que no seáis de Ávila: el Adaja es el río grande, que luego está el río Chico. Al igual que las plazas, la del Grande y la del Chico. Cosas de aquí.

Como empresario tengo muchas bocas que alimentar, y no me refiero a mi Primi, que la tiene muy grande, o a Agustín, que es como un saco sin fondo a la hora de comer. Y como un pozo sin fondo a la de beber. En fin, que ni vienen clientes, ni nadie más en estos días, porque el Gobierno prohíbe salir de casa a todo quisque. Así no hay quien investigue. Tenemos videoconferencias a diario, que no sirven de mucho; solo hay que imaginarse a Agustín, vestido con una camiseta y en calzoncillos, rascándose los cataplines. Bueno, no hace falta mucha imaginación, que todos lo vimos, ya que ayer se le cayó el teléfono móvil y le enfocó en salva sea la parte que se rascaba, la cual le rebosaba el ceñido eslip desgastado. Al menos sabemos que tiene los dos y no le falta ninguno.

—¿Vas a la sala o vengo yo a tu despacho? —me dice Samanta, asomando por la puerta.

—Equilicuá, voy, voy yo —respondo yo, como podrá sobreentenderse por el contexto.

No he contado que Samanta sí que está viniendo a trabajar desde el lunes 16 de marzo. Y sin faltar un solo día. Es la que más interés pone en el negocio y la que logra con sus gestiones que se paguen las nóminas puntualmente. Samanta es la pareja de Bola y es la secretaria y alma de la agencia Elicio Iborra Detective Privado.

Nosotros dos nos conectamos a la videoconferencia desde la oficina, mientras que el resto lo hace desde su casa. El mismo Bola tiene los santos cojones de dejar marchar a su pareja atravesando las calles desiertas y con olor a lejía por las fumigaciones del ayuntamiento, mientras él se queda en casa. Pedazo de idiota, si así evitas que te atrape el virus en la calle, lo vas a coger en casa, cuando os cojáis, que lo hacéis como conejos. ¡Qué vicio! Luego quedamos mal los demás.

La sala de investigaciones, como la llamamos, es amplia, con una mesa central que tiene varios ordenadores. En uno de ellos tiene Samanta su puesto de trabajo y alrededor de la estancia hay varias estanterías con cajas de archivos y diverso material de oficina. También unos cuantos cuadros y mapas, además de un corcho, que no es de corcho, pero sirve de corcho para poner documentos sobre los casos que estamos investigando.

En el ordenador de Samanta se abren cinco recuadros. En uno aparece ella, conmigo detrás, en otro está Bola, luego Esmiz y en el cuarto Agustín. El quinto no tenía que aparecer, pero Yeni, la pareja de Agus, se ha empeñado en conectarse, ya que no puede abrir su peluquería y dice que se aburre. Pues, leche, hazte una permanente o tíñete tú misma el pelo, que el rojo sandía ya no se lleva. Al menos, por el hecho de que Yeni esté en casa, Agus se ha vestido correctamente. Bueno, tiene una mancha sobre la barriga, pero lleva una camisa abotonada y supongo que pantalones, que es mucho suponer.

Todos nos saludamos con la mano y una sonrisa, además del trillado «¡hola!, ¿qué tal?, ¿cómo estáis?». Luego Samanta toma la palabra para dirigir la reunión:

—Comenzamos. Manos a la obra, que diría Agustín.

No sé qué tal le habrá sentado la alusión a este, ya que ahora solo se le ve la calva reluciente y parte de las cejas. Nunca pone la cámara de su móvil de forma correcta. Sus manos de albañil no se llevan bien con la tecnología.

—Vamos a repasar los expedientes que teníamos abiertos antes del confinamiento e intentaremos continuar los asuntos que sean factibles. Según parece, podremos hacer autorizaciones en nombre de la empresa, para que podáis salir de casa y no os multen si os para la policía en la calle. Como han estado a punto de hacer con alguno que no viene a estas reuniones y luego sale todos los días a investigar —dice Samanta, mirando de reojo el recuadro donde aparece su pareja. En eso comienza a sonar un móvil. Es precisamente el de Bola, Samanta frunce el ceño y él se sonroja.

—Es Primi, Elicio, ¿qué hago?

—Nada. No contestes. ¡Ya está esta pesada dando la barrila! Si le coges el teléfono no nos dejará trabajar. Y estamos trabajando, leche.

—Me pidió —dice Samanta, girándose hacia mí— unirse a la reunión desde el ordenador de tu casa, Elicio. Es obvio que no la he dejado.

—Bien hecho. Cuando la vea ya le echaré la bronca.

—Más bien, prepárate tú para cuando la veas. —Ríe Agustín. Aunque la risa hay que adivinársela, porque ahora solo se le ve una oreja.

—Oye, Elicio —interviene de nuevo Bola—, que me está enviando wasaps.

—Tú ni caso. Apaga el móvil.

—Que dice que es urgente, que le demos entrada por la tele. Eso dice ella. Que tiene algo importante que contarnos —continúa Bola.

—¡Hay que joderse! —respondo con resignación.

—Le voy a dejar conectarse que, si no, es capaz de presentarse aquí —indica Samanta.

—Dale, dale —autorizo.

Aparece un recuadro más en el ordenador y ahí está Primitiva, con su pelo enredado en una toalla de baño y una sonrisa ácida en la cara.

—Pero ¿qué os pasa? —nos espeta—. ¿Estáis sórdidos? Llevo un rato intentando que me dejéis entrar por la tele esta. Y tú, Eli, ¡te vas a enterar!, que eres el primero al que he llamado y como si pascuas.

—Mira, cari —intento conciliar—, estamos trabajando y tengo mi móvil apagado. No se nos puede interrumpir a capricho.

—No es capricho, cernícalo. Es que ha ocurrido algo de importación a la puerta de casa y está relacionado con vuestro trabajo. —Primitiva enrojece de rabia y yo palidezco.

—Pues cuenta, que tenemos que continuar trabajando —me rindo.

—Un asesinato, un criminal y la policía que lo detiene.

—¿Un crimen en Ávila? —pregunto con ironía—. ¡Pero si en Ávila nunca pasa nada!

—Pues a la puerta de tu casa, cernícalo, aquí mismo, en Las Hervencias. A dos pasos de la Escuela de Policía y de vuestra agencia.

—Mire, señora —interviene Esmiz, un poco escamado por las palabras de mi esposa—, eso no nos concierne. Nosotros solo trabajamos los casos que nos encargan y no nos incumben los asuntos penales.

—Bueno —tercia Samanta—, deja que lo cuente. Tampoco tenemos excesivas cosas de las que hablar hoy.

—Pues claro que os cuento, abecedarios —toma de nuevo la palabra mi flor de lis, para no soltarla ni con quitaesmalte—. En la casa de enfrente, acaba de entrar la policía y se ha llevado esposado a nuestro vecino. Que su mujer desapareció hace tres días, en pleno confitamiento, y aunque enseguida lo denunció ahora resulta que él es el culpable. Si ya le dije yo a mi Eli: «Eli, cariño, que la vecina ha desaparecido, que la policía ha venido a preguntar si habíamos visto algo, que esto lo puedes investigar tú, que ahora no tenéis un caso que llevaros a la boca, que mira a ver…».

—Equilicuá —digo—, yo sí hablé con el vecino y no nos quiso contratar para buscarla. Me dijo que ya se encarga la policía.

—¿Y qué? —me responde—. Pues haberla buscado de incógnito.

—De incógnito, de incógnito. Pero tú ¿qué te crees?, ¿que un detective investiga de otra forma que no sea de incógnito? —pregunto enfadado.

—Calla, leñe, que no me dejas acabar de contarlo. Pues de resultas que han encontrado a la mujer descuartizada a trozos; que todos juntos dan la figura de ella enterita, sin faltar un cacho, y que han averiguado que el destrozador ha sido el marido.

—Imposible —impongo mi autoridad detectivesca—. Yo los conozco muy bien a los dos y no tienen dobleces, son, o eran, una pareja ejemplar. Siempre salían juntos y subían los domingos por la mañana andando a Sonsoles. Él, ya te digo, no es el asesino.

—Pues ya ves lo que son las cosas, las experiencias engañan.

—Apariencias —corrige Samanta.

—Experiencias, querida, que bien me sé lo que me digo. —Pero no lo sabía, claro.

—¡La leche!, otro caso de violencia machista —dice la Yeni, que permanecía callada y, la verdad, mejor que hubiera seguido sin abrir la boca, que ella ni siquiera es detective.

—Los asesinos generalmente suelen ser tenidos por gente amable y muy cordial —punta Esmiz, muy bien apuntado, ya que él sí que es detective—. Mi larga experiencia y mi formación en criminalística me indican que los peores delincuentes, los asesinos en serie, presentan una cara en la intimidad y otra a la sociedad que los rodea. Pueden pasar por buenas personas en los ámbitos públicos y luego sorprenden cuando son sorprendidos.

—Un momento —interviene Bola, levantando la mano, para que los demás le dejemos hablar, ya que se había generado un barullo al opinar todos a la vez—, ¿dónde han encontrado a la víctima descuartizada? Y ¿cómo han podido concluir tan pronto que el marido es el asesino? ¿Ha confesado?

—No tiene vuelta de ojos —responde Primi—, mi vecino es carnicero y han encontrado el cadáver de ella troceado y congelado en la cámara de su carnicería. Parece que el socio de mi vecino sospechó de unos jamones raros y avisó a la policía in fraganti.

—Ipso facto —corrige Esmiz.

—¿Carniceros? —pregunta alarmado Bola—. ¿Tu vecino no se llamará Mateo y el socio Luis?

—Equilicuá —certifico yo mismo.

Todos vemos que Bola enrojece y toma su teléfono móvil, lo manipula y se lo pone a la oreja. Mientras le responden, nos aclara:

—Ahora os cuento. Esto no es un crimen machista. Tengo que hablar con el inspector Ortiz de forma urgente.

Vemos asombrados cómo Bola intercambia oraciones gramaticales con varias personas, hasta que logra hablar con el mismo Luis Ortiz Gárate, un amigo y colaborador de nuestra agencia Elicio Iborra Detective Privado. O, bueno, nosotros somos los que a veces les hemos sacado las castañas del fuego a los policías. Al ser una conversación entrecortada, por no escuchar a los interlocutores, esperamos ansiosos a que Bola nos lo explique. Solo entendemos que le está pidiendo al inspector que detenga de inmediato al socio del carnicero, que le dice que le envía la dirección por wasap y que se dé prisa, pues sabe de muy buena tinta que va a marcharse de Ávila. También le dice que le va a enviar más datos por correo electrónico. Pero el amigo inspector es un hueso duro de roer y le cuesta convencerse. Bola no deja de repetir «confíe en mí, confíe en mí».

Por fin cuelga y deja el móvil sobre la mesa, tras enviar un wasap. Ahora su cara se ve blanca, como la cera de una vela antes de prenderla.

—Perdonad —nos dice Bola, mientras nosotros escuchamos con la boca abierta. Menos Agus, que se está zampando un bollo mojado en leche. O en güisqui, vete a saber, que la taza o vaso no se ve—. Perdonad —repite—, es que sé bien que Luis va a huir, pues ayer por la tarde llenó el depósito de gasolina y, en estos días, nadie lo hace, porque no se puede salir de casa y menos para viajar.

—Como no nos aclares más las cosas no te perdonamos —bromea Esmiz, que para las bromas es muy inconsciente. Recuerdo una vez que me contó que a un amigo suyo le prendió la chaqueta por detrás y luego le pidió fuego para el cigarro. Pero esto no tiene nada que ver con lo que está pasando. Así que escuchemos a Bola.

—Hemos resuelto un caso. Lo que podría haber sido un crimen perfecto.

—Si habéis resuelto un caso, tendréis que cobrarlo, digo yo —y lo dice Primi, que para esto de la pasta es muy suya.

—Lo cobraremos, sin duda —aclara Bola—. Pues resulta que el carnicero, Mateo, es cliente nuestro y es el asunto que estaba yo investigando desde antes del confinamiento. Luis Pérez es su socio en la carnicería que tienen abierta en el barrio de La Toledana. Mateo me contrató porque sospechaba que su socio estaba desfalcando el negocio. Se enteró de que no pagaba a los proveedores y cuando consultó la cuenta del banco, vio que no tenía efectivo. Le aconsejé que no le dijera nada hasta que recabara pruebas con las que denunciarle, pero sé que no pudo aguantarse y tuvieron una bronca descomunal en la que llegaron a las manos. Mateo amenazó a Luis con denunciarle como desfalcador.

—¿Qué es un desfalcador? —preguntó mi Primi—. Que luego decís que yo me invento las palabras.

—El que desfalca, cari —le aclaro—, el que desfalca.

—El caso es que —Bola continuó su relato—, y por resumir, antes del confinamiento descubrí que Luis es un ludópata. Le seguí varios días al casino de Torrelodones y a otras casas de apuestas de Ávila y Madrid. Investigando a los proveedores, estos me contaron que era él el que les daba largas y les pedía que no lo hablasen con su socio.

—Esto se pone interesante —interviene Esmiz. Acto seguido, y para apuntalar esta opinión, nuestro agente de calle, Agus, eructa.

—Elicio tiene razón —continúa Bola—, Mateo y Patricia, su mujer, no tenían ningún problema, se llevaban muy bien, por lo que él no es un maltratador. Sé lo que digo, porque los he tratado a los dos. Cuando ella desapareció hace tres días, Mateo me llamó alarmado, diciendo que sospechaba de su socio. Así que lo estuve siguiendo y al verlo echar gasolina, supe que iba a huir esta mañana. Pero no podía hacer nada sin saber qué había pasado con Patricia. Ahora me cuadra todo y he atado los cabos. Como cada uno abría la carnicería un día alterno, porque no podían ni verse y en la tienda solo entraba un cliente a la vez, Luis, confinado en la soledad de su casa, alimentó el rencor y pensó en una venganza. Planeó un crimen perfecto: matar a la mujer de su socio y culparle a él. Pero no ató todos los cabos, el odio no le dejaría. El día de la desaparición yo andaba siguiendo a Luis y lo vi aparcando la furgoneta frigorífica a la puerta de la casa de Mateo. Cargó un saco que contenía lo que parecía una pieza grande de carne y se marchó. Me extrañó, pero no deduje nada raro. Ahora sé que era, sin duda, el cuerpo de Patricia. Debemos suponer que entró llamando a la puerta y la estranguló, para no dejar rastros de sangre. Luego la metió en el camión frigorífico y la llevó a su casa, donde la descuartizó. Al día siguiente madrugó, abrió él la carnicería y metió al congelador el cuerpo troceado de la víctima. Ese día es el que Mateo denunció su desaparición. Pero Luis ya era consciente de que le tendrían a él también como sospechoso. Así que, planeó huir después de llamar a la policía. Seguro que esta mañana temprano les ha contado que encontró carne humana en la cámara de la carnicería y mentiría sobre que su socio era un maltratador.

Nos quedamos todos con la boca abierta y pasamos una larga hora repasando los pormenores del caso, hasta que de nuevo suena el teléfono de Bola y él raudo contesta. Esta vez solo se le escucha decir: «bien, bien» y «gracias, inspector».

—Caso resuelto. Me comunica nuestro amigo Ortiz, el inspector, que están en casa del socio del detenido, y este tenía las maletas hechas, a punto de marcharse, como yo le dije. En un primer vistazo, han comprobado que en la bañera hay restos de sangre. Eso fue idea mía. Le expliqué al inspector que, si la había descuartizado, tenía que ser ahí, pues no iba a hacerlo en la furgoneta en la calle o en la misma carnicería a punto de abrir al público. Seguro que se pasó la noche en la tarea. Además, según parece, se ha derrumbado cuando le han dicho que la científica demostrará que los residuos de la bañera son de la víctima y ha confesado. Caso resuelto.

—Gracias, Bola —le agradezco, como jefe y como empresario, además de como amigo.

—Que no me llames Bola, cojones, ¿cómo te lo tengo que decir? Si no dices el apellido completo, Bolaños, al menos llámame por mi nombre de pila, Ricardo o, como todo el mundo, Ríchar.

—Nombre de pila, Duracell, ¡no te jode!

¡Qué cosas tiene este Bola! En fin, esta está siendo una mañana rutinaria de trabajo. La agencia Elicio Iborra Detective Privado resuelve casos como bellotas come un cerdo. No quiero decir que seamos unos guarros, entiéndaseme bien, sino que nos comemos una bellota tras otra y a veces dos o tres de un bocado.

Si usted tiene un crimen sin resolver, un marrón que desatrancar, su vecino le raya el coche o simplemente su pareja le es infiel —también investigamos infelicidades—, contacte con nosotros. Tiene el nombre de la agencia en las páginas de este libro; que las páginas amarillas ya no las meten en el buzón. ¿Lo he dicho ya?: Elicio Iborra Detective Privado, usted pone el caso y nosotros le ponemos solución.

Y luego hay quién dice que en Ávila nunca pasa nada. Equilicuá.

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