En la trinchera estaba solo. Bueno, estaban muchos de sus compañeros, pero ya sin vida, debido a la explosión y expansión de la metralla de la última granada que tuvo el acierto de caer dentro. Él fue el único superviviente, porque se había apartado al hueco de las letrinas, debido a la descomposición intestinal que arrastraba desde hacía varios días.
¿Qué le había llevado allí? ¿Quiénes eran los enemigos? ¿Por qué se estaban matando? Conocía de sobra las respuestas a todas estas preguntas y a otras muchas que no dejaba de hacerse, pero cada vez le convencían menos esas respuestas. A pesar de que en un principio él mismo las daba con orgullo a quién le preguntaba.
El sufrimiento inenarrable, el dolor, la enfermedad, el miedo, la distancia de los seres queridos, el aburrimiento, el hambre, la soledad, la sed, la desesperación y todos esos pensamientos oscuros que le acongojaban desde hacía tiempo le llevaron a tomar una decisión: esa no era su guerra. Ninguna guerra era suya. Sonrió por fin después de cuatro años.
Cerró los ojos y se imaginó en el jardín de su casa. Hasta notó los rayos del sol sobre su piel, a pesar de no estar desnudo. Se quitó toda la ropa y no sintió frío. Salió de la trinchera y se sentó sobre la hierba, ahí donde aún quedaba. Entraba la primavera y el suelo reverdecía. El sol calentó su cara, consiguiendo que se ruborizara. Aspiró el aire limpio y se imaginó al lado de Sonia. Todo fue perfecto, incluso el momento en que una bala bien dirigida acertó en su frente.