Ya había pasado los rituales de iniciación y era un hombre a
la vista de los habitantes de la Sierra de las Águilas. Con mi nueva libertad,
y con la excusa de una cacería en solitario, podría volver al Bosque de los
Mamuts donde la vi por primera vez, cuando aún éramos niños. Tenía sus cabellos
como las hojas de los árboles en otoño y se movía como una gacela. Apenas nos
entendimos, pues hablaba una lengua extraña, pero ella y su hermano mayor, al
que llamé Peña por su la cara rugosa, estuvieron enseñándome el río donde se
bañaban. Varios días estuvimos jugando y corrimos como ardillas, mientras los
cazadores hablaban sobre las costumbres de los mamuts en verano. El Jefe Ceñudo
tenía tanto interés por el sistema de caza de los extranjeros, que demoramos la
partida varias lunas.
Transcurrieron los calores de los días largos y después los
fríos de los días sin luz. Cuando me encontraba sacando lascas de piedras de
sílex, para hacer puntas de flecha, se presentó mi padre y me dijo muy serio
que recogiera mis armas, que el Jefe Ceñudo había decidido hacer la guerra. Me
iba a convertir en cazador de hombres, siendo apenas aprendiz de cazador de
conejos. Lo terrible fue enterarme de que los enemigos eran los habitantes del
Bosque de los Mamuts.
Protesté, pero mi padre se enfadó. Los espíritus le habían
dicho al hechicero que era necesaria esa guerra para que nuestra tribu no
pasara hambre en los días cortos y el Jefe Ceñudo ordenó la expedición. Al Jefe
no se le podía llevar la contraria. Cuando le mostré a mi padre mi rechazo por
combatir a mi amigo Peña, me dijo que, si yo iba, podría protegerlo de nuestros
guerreros, al igual que él me protegería a mí de los suyos. No me atreví a
hablar de su hermana Gacela, por quien temía más, ya que, según cuentan los más
viejos, las mujeres son las primeras víctimas de las guerras.
Se puso el ejército en marcha y yo con ellos. No me quedó
otro remedio. No tenía miedo, pero sentía horror de matar a gentes que no me
habían hecho nada. Formamos varios escuadrones de tropas auxiliares de los
romanos, esos que primero fueron nuestros enemigos y después aliados. O, más
bien, nosotros aliados suyos. El Jefe Ceñudo mandaba el ala indígena para la
conquista de todas las tribus del país. Llegamos al castro enemigo, fortificado
con unas empalizadas de madera, y comenzó el asedio. Yo no quería luchar,
sabiendo que Gacela y Peña estaban entre los sitiados. Me conminé a
protegerlos, aun a costa de dar mi vida por ellos.
De vez en cuando salía de las murallas un destacamento de
moros y nosotros, dando vivas al Apóstol Santiago, enfrentábamos una tropa
similar. Tuve mi bautizo de sangre. No participé en todas las refriegas, pero
hube de salvar mi vida matando hombres, como antes mataba animales en las
partidas de caza. Nosotros pedíamos ayuda a Dios y ellos a Alá. Nuestras
máquinas de guerra no conseguían derribar sus murallas de piedra sólida. Temía
que, si encontraba a mi amigo Peña en la campa, no tuviera tiempo de
preguntarle por su hermana antes de que me atravesase con su espada. O yo a él.
Después de tres meses de asedio y con las murallas
derribadas por nuestra artillería, iniciamos un ataque masivo, cargando los
mosquetes de la primera línea de combate y preparando las bayonetas para el
cuerpo a cuerpo. Nuestra victoria era segura, pues ellos estaban hambrientos y
enfermos, mientras que nuestras filas fueron bien abastecidas desde la
retaguardia. Sabía que después vendría el saqueo, el pasar por pelotones de
fusilamiento a los hombres y la violación de las mujeres. Y yo estaba entre los
victoriosos asaltantes. ¿Podría aún salvar la vida de Gacela y su hermano Peña?
Todo estaba desolado. Nuestra aviación cumplió su papel
dejando en ruinas la práctica totalidad de los edificios. Desde que la guerra
no afectaba solo a los ejércitos, sino también a la población civil, el horror
se multiplicaba. Había cadáveres sin enterrar por todas partes. Se combatía de
calle a calle. Nuestros carros blindados disparaban sus obuses contra cualquier
cosa que se moviese. Habíamos arrasado la capital enemiga. Pero aún
necesitábamos que se rindieran oficialmente para obtener la paz.
Debo admitir que, desde que iniciamos la invasión, nuca tuve
claro que sobreviviría. Intenté recordar el motivo por el que todo comenzó y la
paz había sido la razón esgrimida por el Jefe Ceñudo para hacer la guerra.
Logramos nuestro objetivo, pues ya teníamos a la vista la paz. Sentía una
inmensa alegría de que pronto acabase todo. Estuvimos a punto de utilizar armas
químicas e incluso bombas nucleares, para machacar al odioso enemigo. Pero
nuestra táctica de tierra quemada logró la victoria sin necesitarlas. Era una
guerra legal.
Me obligaron a adentrarme en los túneles del metro para
buscar a las ratas enemigas en todos sus escondrijos. Pensé que sería trágico
morir cuando ya habíamos vencido. Entonces vi a Peña, a punto de ser
degollado. Me costó reconocerlo porque estaba en los huesos, pero su cara
áspera era inconfundible. Pude cumplir mi promesa y me interpuse para salvarle
la vida. Él no me lo agradeció. Le pregunté por su hermana Gacela y me dijo que
había muerto de hambre dos días atrás. Ya no me importaba. Él me preguntó por
mi padre y tuve que contarle que lo perdí en las primeras batallas, cuando un
hacha de sílex le cortó la cabeza en el Bosque de los Mamuts.
Me dio la enhorabuena por haber ganado la guerra.