Cristóbal Medina

El cuento de la Navidad

FECHA

El belén de estas navidades sí que es verosímil. Tiene un aspecto inmejorable, es más auténtico que ninguno de los que he montado en años anteriores. Hay incluso un puente y el agua corre por el río. Está lleno de luces dispersas alrededor y el fuego crepita. También algo de nieve cubre el suelo, entreverada con hojas caídas de los árboles. Lo único malo es que estoy pasando frío a la intemperie y mi belén no es una maqueta. Son mis primeras navidades tras el desahucio.

Mi vida es triste y no merece ser contada, así que la callaré. Para los demás solo soy un parado más. Un desgraciado que perdió su casa y, al no tener familia, llevo en la calle desde el verano. Pero ya es invierno y las condiciones no son las mismas, creo que no podría superarlo sin esta panda de desgraciados que me hace compañía. Ellos son mi verdadera familia.

Hoy es Navidad. Ayer, unos jóvenes bien vestidos, se empeñaron en que fuéramos al comedor social para celebrar la Nochebuena, donde seríamos agasajados con un menú digno de las mejores celebraciones. Agasajados, esa fue la palabra empleada. Algunos se fueron con ellos, pero nos quedamos el núcleo familiar más fuerte. Quisimos acompañar a Natalio, que, con su nariz roja y cara abotargada, no quería separarse de Julia. La pobre estaba muy enferma y no hubiera podido ir.

Pero no por eso íbamos a quedarnos sin celebrar esa cena. Cierto es que el lugar es un poco inhóspito, pero se vuelve acogedor con el calor humano. Aunque el puente no tiene puertas y el aire trae ráfagas de la nieve caída, las fogatas aportan el calor que las ropas gastadas disipan de nuestros cuerpos.

Montamos una mesa vestida de fiesta, en lo que solo es un tablón sobre bidones vacíos, para cubrirla con las ricas viandas que nos dejaron.

Natalio y Julia hicieron muy bien el papel de abuelos en esta familia nacida de la necesidad. Yo fui el padre, aunque viudo, ya que no había quien interpretase a la madre. ¡Qué le vamos a hacer! Por eso dejamos una silla vacía a la mesa de forma simbólica, como hacen las familias en las que ya no está uno de los miembros.

Bueno, llamémoslo silla, aunque sea un cajón de fruta. ¿Qué diferencia hay? Todos nos sentamos sobre cajones, menos Natalio, que hizo poner la mesa junto a la piedra roma donde suele fumar sus pitillos. Por algo es el de más autoridad. Al lado tenía la cama de Julia, hecha sobre unos palés que le alejan la humedad del suelo. De esta forma, ella participó también en la cena.

Tampoco teníamos niños, pero Willy, el yonqui, y su pareja Vane, bordaron el papel. Su mentalidad no difiere mucho de la infantil, si no fuera por lo violentos que se ponen cuando tienen el mono. Lo que no faltó es el cuñao. Este fue Juanjo, que vino con la Pepi, a quién no conocíamos. Ella parecía agradable, aunque un poco dejada en el vestuario. Pero, cuidado, no critico su forma de vestir, sino que adiviné que pasaría frío con ese escote y la minifalda.

No nos faltaba ni el pobre sentado a la mesa: Yassín, que es de Senegal. Desde que acabó la temporada de la fruta en levante, anda buscándose la vida por estos lares. Por mucho que busca, no ha encontrado más que a unos desgraciados como nosotros.

La Pepi, para captar nuestra simpatía, era la más activa de todos. Fue ella la que puso el mantel en la mesa. Entiéndase mantel por cartones limpios. Ya no voy a aclarar más estas cuestiones, que poca importancia tienen. Ninguna mesa de Nochebuena es igual a otra y lo importante es tener reunida a la familia alrededor de ella. A la luz de la farola que nos iluminaba, podría decirse que no hay palacio que vista mejor sus banquetes.

La Pepi distribuyó los platos de plástico que nos trajeron esos jóvenes tan simpáticos y comenzó a abrir los sobres de jamón ibérico, para colocar unas lonchas bien repartidas entre los comensales. Algún sobre ni siquiera estaba caducado. También teníamos queso, chorizo e incluso tortillas de patata. Nos dejaron varias botellas de refrescos, aunque Natalio añadió un par de cartones de vino de su propia despensa. Recoge el vino en los supermercados, cuando va a pedir un bocadillo a la hora de cerrar, porque su gabardina tiene muchos bolsillos. Yo creo que a veces le han visto distraer el vino, pero no le dicen nada.

La cena transcurrió de forma amena. A pesar del empeño de Juanjo de contar chistes verdes. Se recreaba en descripciones que a los demás no nos hacían ni pizca de gracia. La Pepi, por ejemplo, no dejaba de sonrojarse y fruncir el ceño. Willy estuvo a punto de partirle los piños, si no es porque Natalio se interpuso y recondujo la situación amonestando al maleducado de Juanjo.

Julia debía tener fiebre, porque estaba muy colorada y no probaba bocado. Natalio no dejó de sonreírle y de abrigarla con unas mantas. El río, aunque lleva poca agua, nos tenía un poco destemplados.

Al terminar de cenar, brindamos todos, menos Julia, y cantamos algún villancico; pero pronto se apagaron las voces, ya que nadie se sabía una letra a derechas y el necio de Juanjo volvía a cambiar las canciones por temas procaces. Entonces se levantó Natalio y nos propuso un juego. Un concurso de cuentos de Navidad. Todo el que quisiera participar contaría uno para ser valorado, destacando la originalidad y su espíritu navideño. Habría un ganador que decidiría un juez: el propio Natalio. Obtendría el premio de «El cuento de la Navidad», consistente en la navaja multiusos de Julia, que con tanto celo guardaba en sus bolsillos.

Yo me opuse a esto con vehemencia, alegando que es un objeto personal y, por mucho que Julia sea pareja del viejo, él no puede regalar lo que no es suyo. Entonces habló Julia. Trató de incorporarse con dificultad y con la ayuda de su hombre. Dijo, entre toses, que esa navaja ya no era suya, que se la había regalado a él y que el concurso le haría más agradable su última noche, pues iba a marcharse. Nos extrañamos, ya que no sabíamos que Julia nos dejaría, pero así era. Aunque no nos explicó a dónde iba a ir, sí dijo que Natalio en esta ocasión no marcharía con ella. Tal vez su hija quería acogerla de nuevo. Eso pensamos todos.

El viejo dio la orden: «¡Que comience la competición!».

Empezó el cuñao, Juanjo, con signos de autosuficiencia y la plena seguridad de verse ganador. Pero el viejo no dejaba de negar con la cabeza. Estoy seguro de que le hizo ser el primero para mantenerlo callado el resto de la noche. Juanjo nos contó la historia de un hombre avaro, al que se le aparecen tres fantasmas, el de las navidades pasadas, el de las presentes y el de las futuras. Es una historia que todos conocíamos y se lo dijimos, pero no había manera de callarle. Un tímido aplauso tuvo más intención de sellar el final que de recompensar al cuentista.

Luego le tocó al convidado pobre, a Yassín. A este le cuesta comprender lo que es un cuento de Navidad, por más que dijera que es musulmán y, para él, nuestro dios hombre es honrado como profeta. También celebra su nacimiento, aunque no entiende el espíritu de estos días. Muy musulmán será, pero el ibérico bien que lo comió. Yassín nos contó, entre risas, cómo en las últimas navidades que recuerda de su tierra todos los muchachos jugaron un partido de fútbol. Como anochecía y no dejaban de empatar, el partido se prolongó más de lo esperado. Debido al color de la piel de los chicos y a que no había luces, no se veían y chocaban entre sí continuamente, dándose cabezazos. No dejaba de reírse, pero, ya digo, tampoco le consideré ganador. Natalio es muy prudente, además de sabio, y bien conoce lo que es el espíritu navideño, con el que no casa esta anécdota africana.

Willy se negó a participar, dijo que aquello era una estupidez. Añadió que no lo harían ni él ni Vane, pero ella no abrió la boca. Se notaba que estaba colocada. Aunque mejor para todos, pues así no tuvimos que aguantar a ese par de críos.

La Pepi enrojeció cuando le tocó el turno, ya que apenas nos conocía. Tampoco quería participar, pero entonces Willy comenzó a reír y dijo que ella pensaba lo mismo que él, que todos éramos idiotas. Esto le contrarió y tomó la palabra. Dijo el título del cuento: Ricitos de Oro. Natalio la reconvino a que contase otro, que ese de Ricitos es un cuento clásico que nada tiene que ver con la Navidad. Ella se defendió, argumentando que el título era el mismo, pero la historia no.

Nos habló de una niña que vivía con un ogro. El ogro le hacía sufrir tanto que un día huyó de la cueva donde la retenía. Anduvo por el bosque hasta encontrar una casita deshabitada. Entonces Willy gritó que era idiota, que ese sí que era el cuento de Ricitos de Oro. El viejo se levantó y le mandó callar. Él no podía opinar, porque se había excluido del concurso. Yo entendí que más que quitarle la razón, le quiso desautorizar. Willy protestó y dijo que ahora la niña encontraría unas camas vacías, a lo que respondió Natalio tirándole el paquete de tabaco arrugado. Lástima que no fuera una piedra.

La Pepi continuó y contó que en esa casa vivían unos osos y muchas niñas como ella. Que todas tenían su camita donde estaban atadas, sin poder escapar. Pero, un día, uno de los lobos, de los que visitaban a las niñas para hacerles cosquillas, tenía un lado bueno y la ayudó a escapar, llevándola a su casa. Allí tampoco fue feliz y huyó de nuevo. En la calle, asustada y sin recursos, se juntó con una serpiente, que la cuidaba a veces, aunque otras la mordía insuflándole su veneno. Ricitos soñaba con escapar del reptil, pero con soñar no basta. En este punto la Pepi se emocionó y las lágrimas no le dejaron continuar, por lo que, con un gesto, nos indicó que había terminado. Este cuento no tenía final feliz, a pesar de lo cual todos nos pusimos en pie para aplaudir, contagiados de sus lágrimas. Todos menos Juanjo, al que se le habían puesto los carrillos colorados. Tampoco la pobre de Julia, que llevaba mucho tiempo callada.

Me tocó a mí después. Yo no tengo imaginación para inventarme historias y, además, ya estaba seguro de que ganaría la Pepi, por lo mucho que había gustado su cuento, aunque, según mi punto de vista, tampoco es navideño.

Recordé algo que leí hace tiempo. Una historia vieja, muy vieja, que ocurría en Navidad y que creo que sucedió de verdad:

«Érase una vez, a comienzos del siglo pasado, que había una gran guerra. Esa guerra era terrible, pero, ¡qué voy a decir!, todas lo son. Duraba ya mucho y los frentes de batalla eran estables. No se movían un metro. Por un lado estaban unos, metidos en trincheras, luego había una campa con alambradas y detrás otras trincheras en las que se enterraban los enemigos. Era el centro de Europa y en invierno el frío es intenso. Las trincheras se llenaban de agua y los pies de los soldados nunca se curaban las heridas. El dolor era grande, el miedo inmenso y el hambre solo podía compararse al de unos vagabundos viviendo debajo de un puente. Entonces llegó la Navidad y desde una trinchera escucharon que los malditos enemigos cantaban villancicos. ¿Cómo era posible? ¿¡Ellos también celebraban la Navidad!? Comenzó entonces una competición de cánticos, que era respondida desde el frente contrario. Un soldado de los de la trinchera de acá, tomó una botella de vino, guardada para ese día, y salió hacia la campa, cruzó las alambradas y se presentó delante de la trinchera enemiga levantando las manos, en una de las cuales llevaba la botella. Salió un soldado, también con las manos levantadas, en una de las cuales tenía un pastel de carne. Se intercambiaron los obsequios y fumaron juntos un cigarro. Uno cada uno, para después regresar con los suyos. Ni un solo tiro se oyó. El ejemplo cundió y muchos soldados hicieron lo mismo de uno y otro bando. Fumaron y, aunque no se entendían al hablar lenguas diferentes, cantaron villancicos y bebieron. Al día siguiente, Navidad, quedaron para jugar en tierra de nadie un partido de fútbol. Creo que la historia no acaba aquí y la guerra no terminó entonces, pero lo que vivieron durante unas horas esos soldados, que tanto se odiaban, tenía el espíritu de la Navidad».

Me aplaudieron mucho y, de forma inesperada, la navaja fue para mí. Yo no la quería y fui a devolvérsela a Julia. Ya no tenía los coloretes y su cara estaba muy fría. Entendí en ese momento qué tipo de viaje era el que dijo que iba a emprender y que ya se había ido, así que me guardé la navaja en el bolsillo, abracé a Natalio y compartí con él el pitillo que se estaba fumando.

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