El belén
de estas navidades sí que es verosímil. Tiene un aspecto inmejorable, es más
auténtico que ninguno de los que he montado en años anteriores. Hay incluso un
puente y el agua corre por el río. Está lleno de luces dispersas alrededor y el
fuego crepita. También algo de nieve cubre el suelo, entreverada con hojas
caídas de los árboles. Lo único malo es que estoy pasando frío a la intemperie
y mi belén no es una maqueta. Son mis primeras navidades tras el desahucio.
Mi vida
es triste y no merece ser contada, así que la callaré. Para los demás solo soy
un parado más. Un desgraciado que perdió su casa y, al no tener familia, llevo
en la calle desde el verano. Pero ya es invierno y las condiciones no son las
mismas, creo que no podría superarlo sin esta panda de desgraciados que me hace
compañía. Ellos son mi verdadera familia.
Hoy es
Navidad. Ayer, unos jóvenes bien vestidos, se empeñaron en que fuéramos al
comedor social para celebrar la Nochebuena, donde seríamos agasajados con un
menú digno de las mejores celebraciones. Agasajados, esa fue la palabra
empleada. Algunos se fueron con ellos, pero nos quedamos el núcleo familiar más
fuerte. Quisimos acompañar a Natalio, que, con su nariz roja y cara abotargada,
no quería separarse de Julia. La pobre estaba muy enferma y no hubiera podido
ir.
Pero no
por eso íbamos a quedarnos sin celebrar esa cena. Cierto es que el lugar es un
poco inhóspito, pero se vuelve acogedor con el calor humano. Aunque el puente
no tiene puertas y el aire trae ráfagas de la nieve caída, las fogatas aportan
el calor que las ropas gastadas disipan de nuestros cuerpos.
Montamos
una mesa vestida de fiesta, en lo que solo es un tablón sobre bidones vacíos,
para cubrirla con las ricas viandas que nos dejaron.
Natalio y
Julia hicieron muy bien el papel de abuelos en esta familia nacida de la
necesidad. Yo fui el padre, aunque viudo, ya que no había quien interpretase a
la madre. ¡Qué le vamos a hacer! Por eso dejamos una silla vacía a la mesa de
forma simbólica, como hacen las familias en las que ya no está uno de los
miembros.
Bueno,
llamémoslo silla, aunque sea un cajón de fruta. ¿Qué diferencia hay? Todos nos
sentamos sobre cajones, menos Natalio, que hizo poner la mesa junto a la piedra
roma donde suele fumar sus pitillos. Por algo es el de más autoridad. Al lado
tenía la cama de Julia, hecha sobre unos palés que le alejan la humedad del
suelo. De esta forma, ella participó también en la cena.
Tampoco
teníamos niños, pero Willy, el yonqui, y su pareja Vane, bordaron el papel. Su
mentalidad no difiere mucho de la infantil, si no fuera por lo violentos que se
ponen cuando tienen el mono. Lo que no faltó es el cuñao. Este fue Juanjo, que vino con la Pepi, a quién no
conocíamos. Ella parecía agradable, aunque un poco dejada en el vestuario.
Pero, cuidado, no critico su forma de vestir, sino que adiviné que pasaría frío
con ese escote y la minifalda.
No nos
faltaba ni el pobre sentado a la mesa: Yassín, que es de Senegal. Desde que
acabó la temporada de la fruta en levante, anda buscándose la vida por estos
lares. Por mucho que busca, no ha encontrado más que a unos desgraciados como
nosotros.
La Pepi,
para captar nuestra simpatía, era la más activa de todos. Fue ella la que puso
el mantel en la mesa. Entiéndase mantel por cartones limpios. Ya no voy a
aclarar más estas cuestiones, que poca importancia tienen. Ninguna mesa de
Nochebuena es igual a otra y lo importante es tener reunida a la familia
alrededor de ella. A la luz de la farola que nos iluminaba, podría decirse que
no hay palacio que vista mejor sus banquetes.
La Pepi
distribuyó los platos de plástico que nos trajeron esos jóvenes tan simpáticos
y comenzó a abrir los sobres de jamón ibérico, para colocar unas lonchas bien
repartidas entre los comensales. Algún sobre ni siquiera estaba caducado.
También teníamos queso, chorizo e incluso tortillas de patata. Nos dejaron
varias botellas de refrescos, aunque Natalio añadió un par de cartones de vino
de su propia despensa. Recoge el vino en los supermercados, cuando va a pedir
un bocadillo a la hora de cerrar, porque su gabardina tiene muchos bolsillos.
Yo creo que a veces le han visto distraer el vino, pero no le dicen nada.
La cena
transcurrió de forma amena. A pesar del empeño de Juanjo de contar chistes
verdes. Se recreaba en descripciones que a los demás no nos hacían ni pizca de
gracia. La Pepi, por ejemplo, no dejaba de sonrojarse y fruncir el ceño. Willy
estuvo a punto de partirle los piños, si no es porque Natalio se interpuso y
recondujo la situación amonestando al maleducado de Juanjo.
Julia
debía tener fiebre, porque estaba muy colorada y no probaba bocado. Natalio no
dejó de sonreírle y de abrigarla con unas mantas. El río, aunque lleva poca
agua, nos tenía un poco destemplados.
Al
terminar de cenar, brindamos todos, menos Julia, y cantamos algún villancico;
pero pronto se apagaron las voces, ya que nadie se sabía una letra a derechas y
el necio de Juanjo volvía a cambiar las canciones por temas procaces. Entonces
se levantó Natalio y nos propuso un juego. Un concurso de cuentos de Navidad.
Todo el que quisiera participar contaría uno para ser valorado, destacando la
originalidad y su espíritu navideño. Habría un ganador que decidiría un juez:
el propio Natalio. Obtendría el premio de «El cuento de la Navidad»,
consistente en la navaja multiusos de Julia, que con tanto celo guardaba en sus
bolsillos.
Yo me opuse
a esto con vehemencia, alegando que es un objeto personal y, por mucho que
Julia sea pareja del viejo, él no puede regalar lo que no es suyo. Entonces
habló Julia. Trató de incorporarse con dificultad y con la ayuda de su hombre.
Dijo, entre toses, que esa navaja ya no era suya, que se la había regalado a él
y que el concurso le haría más agradable su última noche, pues iba a marcharse.
Nos extrañamos, ya que no sabíamos que Julia nos dejaría, pero así era. Aunque
no nos explicó a dónde iba a ir, sí dijo que Natalio en esta ocasión no marcharía
con ella. Tal vez su hija quería acogerla de nuevo. Eso pensamos todos.
El viejo
dio la orden: «¡Que comience la competición!».
Empezó el
cuñao, Juanjo, con signos de
autosuficiencia y la plena seguridad de verse ganador. Pero el viejo no dejaba
de negar con la cabeza. Estoy seguro de que le hizo ser el primero para mantenerlo
callado el resto de la noche. Juanjo nos contó la historia de un hombre avaro,
al que se le aparecen tres fantasmas, el de las navidades pasadas, el de las
presentes y el de las futuras. Es una historia que todos conocíamos y se lo
dijimos, pero no había manera de callarle. Un tímido aplauso tuvo más intención
de sellar el final que de recompensar al cuentista.
Luego le
tocó al convidado pobre, a Yassín. A este le cuesta comprender lo que es un
cuento de Navidad, por más que dijera que es musulmán y, para él, nuestro dios
hombre es honrado como profeta. También celebra su nacimiento, aunque no
entiende el espíritu de estos días. Muy musulmán será, pero el ibérico bien que
lo comió. Yassín nos contó, entre risas, cómo en las últimas navidades que
recuerda de su tierra todos los muchachos jugaron un partido de fútbol. Como anochecía
y no dejaban de empatar, el partido se prolongó más de lo esperado. Debido al
color de la piel de los chicos y a que no había luces, no se veían y chocaban
entre sí continuamente, dándose cabezazos. No dejaba de reírse, pero, ya digo,
tampoco le consideré ganador. Natalio es muy prudente, además de sabio, y bien
conoce lo que es el espíritu navideño, con el que no casa esta anécdota
africana.
Willy se
negó a participar, dijo que aquello era una estupidez. Añadió que no lo harían
ni él ni Vane, pero ella no abrió la boca. Se notaba que estaba colocada.
Aunque mejor para todos, pues así no tuvimos que aguantar a ese par de críos.
La Pepi
enrojeció cuando le tocó el turno, ya que apenas nos conocía. Tampoco quería participar,
pero entonces Willy comenzó a reír y dijo que ella pensaba lo mismo que él, que
todos éramos idiotas. Esto le contrarió y tomó la palabra. Dijo el título del
cuento: Ricitos de Oro. Natalio la reconvino a que contase otro, que ese de
Ricitos es un cuento clásico que nada tiene que ver con la Navidad. Ella se
defendió, argumentando que el título era el mismo, pero la historia no.
Nos habló
de una niña que vivía con un ogro. El ogro le hacía sufrir tanto que un día
huyó de la cueva donde la retenía. Anduvo por el bosque hasta encontrar una
casita deshabitada. Entonces Willy gritó que era idiota, que ese sí que era el
cuento de Ricitos de Oro. El viejo se levantó y le mandó callar. Él no podía
opinar, porque se había excluido del concurso. Yo entendí que más que quitarle
la razón, le quiso desautorizar. Willy protestó y dijo que ahora la niña
encontraría unas camas vacías, a lo que respondió Natalio tirándole el paquete
de tabaco arrugado. Lástima que no fuera una piedra.
La Pepi
continuó y contó que en esa casa vivían unos osos y muchas niñas como ella. Que
todas tenían su camita donde estaban atadas, sin poder escapar. Pero, un día,
uno de los lobos, de los que visitaban a las niñas para hacerles cosquillas,
tenía un lado bueno y la ayudó a escapar, llevándola a su casa. Allí tampoco
fue feliz y huyó de nuevo. En la calle, asustada y sin recursos, se juntó con
una serpiente, que la cuidaba a veces, aunque otras la mordía insuflándole su
veneno. Ricitos soñaba con escapar del reptil, pero con soñar no basta. En este
punto la Pepi se emocionó y las lágrimas no le dejaron continuar, por lo que,
con un gesto, nos indicó que había terminado. Este cuento no tenía final feliz,
a pesar de lo cual todos nos pusimos en pie para aplaudir, contagiados de sus
lágrimas. Todos menos Juanjo, al que se le habían puesto los carrillos
colorados. Tampoco la pobre de Julia, que llevaba mucho tiempo callada.
Me tocó a
mí después. Yo no tengo imaginación para inventarme historias y, además, ya
estaba seguro de que ganaría la Pepi, por lo mucho que había gustado su cuento,
aunque, según mi punto de vista, tampoco es navideño.
Recordé
algo que leí hace tiempo. Una historia vieja, muy vieja, que ocurría en Navidad
y que creo que sucedió de verdad:
«Érase
una vez, a comienzos del siglo pasado, que había una gran guerra. Esa guerra
era terrible, pero, ¡qué voy a decir!, todas lo son. Duraba ya mucho y los
frentes de batalla eran estables. No se movían un metro. Por un lado estaban
unos, metidos en trincheras, luego había una campa con alambradas y detrás
otras trincheras en las que se enterraban los enemigos. Era el centro de Europa
y en invierno el frío es intenso. Las trincheras se llenaban de agua y los pies
de los soldados nunca se curaban las heridas. El dolor era grande, el miedo
inmenso y el hambre solo podía compararse al de unos vagabundos viviendo debajo
de un puente. Entonces llegó la Navidad y desde una trinchera escucharon que
los malditos enemigos cantaban villancicos. ¿Cómo era posible? ¿¡Ellos también
celebraban la Navidad!? Comenzó entonces una competición de cánticos, que era
respondida desde el frente contrario. Un soldado de los de la trinchera de acá,
tomó una botella de vino, guardada para ese día, y salió hacia la campa, cruzó las
alambradas y se presentó delante de la trinchera enemiga levantando las manos,
en una de las cuales llevaba la botella. Salió un soldado, también con las
manos levantadas, en una de las cuales tenía un pastel de carne. Se
intercambiaron los obsequios y fumaron juntos un cigarro. Uno cada uno, para
después regresar con los suyos. Ni un solo tiro se oyó. El ejemplo cundió y
muchos soldados hicieron lo mismo de uno y otro bando. Fumaron y, aunque no se
entendían al hablar lenguas diferentes, cantaron villancicos y bebieron. Al día
siguiente, Navidad, quedaron para jugar en tierra de nadie un partido de
fútbol. Creo que la historia no acaba aquí y la guerra no terminó entonces,
pero lo que vivieron durante unas horas esos soldados, que tanto se odiaban,
tenía el espíritu de la Navidad».
Me
aplaudieron mucho y, de forma inesperada, la navaja fue para mí. Yo no la
quería y fui a devolvérsela a Julia. Ya no tenía los coloretes y su cara estaba
muy fría. Entendí en ese momento qué tipo de viaje era el que dijo que iba a
emprender y que ya se había ido, así que me guardé la navaja en el bolsillo,
abracé a Natalio y compartí con él el pitillo que se estaba fumando.