31 de octubre, sábado
Intuí que este era el día y que debía aprovecharlo. La angustia me oprimió, pero mi desesperación afirmó mis intenciones. Yo sabía que la clave de todo estaba en la caja. Un gran cajón de madera con las tablas medio podridas. Aunque debía alegrarme por ello, ya que esta circunstancia me facilitó la tarea de romperla. Difícil faena, por cierto, pues no tenía herramienta alguna, solo las manos. Aún así alcancé mi objetivo, guiado por la terquedad. Después tuve que cavar en la tierra. Otra vez con las manos. Mis dedos se desollaron con su roce granuloso y húmedo. El trabajo se hizo arduo, parecía que no lo iba a lograr. Tan solo el no tener otra empresa y la constancia embridada en mi obstinación me hicieron posible alcanzar el éxito. A media noche había conseguido abrir el hueco suficiente. Al asomar la cabeza, la suave luz de la luna abrasó mis delicados ojos, tanto tiempo atrapados en la oscuridad de la tumba.