Cristóbal Medina

Covalverde

FECHA

La guerra es el más terrible de los fracasos de la humanidad. Las diferencias surgidas de la convivencia, de la vecindad o las ansias de imponerse a los demás por la fuerza, pueden dirimirse con el diálogo y la negociación. Cuando esto no se lleva a cabo, la mayoría de las veces sin intentarlo siquiera, se desata el saco de los truenos, la destrucción, el terror, los padecimientos y la muerte, o sea la guerra.

En una sociedad en paz es difícil imaginarse cómo cambiamos los ciudadanos con la guerra. Aquel que es cortés, amable con sus vecinos, colaborador en las tareas comunes puede volverse un cruel y sádico asesino. Podría no serlo, pero cuando se desata la guerra se dan muchos casos de esta transformación. Dicen que un alto porcentaje de los seres humanos somos asesinos en potencia, sin empatía alguna por las víctimas, y la gran mayoría no acaban siendo criminales al aceptar las reglas de convivencia; pero si esas reglas son suprimidas por la guerra, el desastre está asegurado. Sin duda en todas las guerras corren ríos de sangre, derivados de personas ejemplares, que en tiempos de paz no llegan a revelar su naturaleza.

¿Qué pasó en España entre 1936 y 1939? Pues lo que era de esperar en todas las guerras desatadas, que el ensañamiento con el contrario, la crueldad más burda, la venganza personal, el asesinato descarnado, la humillación del vencido, la tortura física y la moral camparon a sus anchas.

Dice el autor de Covalverde, Santos Jiménez, que «No debe volver a pasar… Nuca más… pero… ¿qué es lo que pasó?». «El autor da en esta la NOVELA algunas respuestas a la pregunta». Respuestas directas de la voz de los protagonistas a su pesar, de lo que ocurrió en un pequeño rincón de España, Covalverde, que es el nombre con el que describe a una población rural en las estribaciones de la Sierra de Gredos, alrededor del verano/otoño de 1936, cuando las pasiones más vergonzosas camparon a sus anchas, con la soberbia de quien se considera ganador y libre de represalias. Lo mismo ocurrió en muchos lugares, pero este es uno de ellos. Es la historia de estas represalias sobre los vencidos, que poco antes eran vecinos y amigos, que acabaron ocupando tumbas anónimas, escondidas a la luz de testigos, en lugares donde nadie se atrevería a excavar. Salvo quien ya no tiene más que perder que la vida propia, que también se dio el caso.

Leer Covalverde ha sido todo un descubrimiento, pues no había leído nada de Santos Jiménez, aunque sí había oído hablar del Diario de un albañil, poemario muy aplaudido por la crítica.

He leído el libro con total deleite, pues es algo hermoso, a pesar del trasfondo tan duro que aborda. Pero es necesario estrujar las heridas para que estas, de una vez, terminen de limpiarse y puedan cerrar. El relato está abordado de una forma tan delicada que no tiene intención de molestar, aunque a algunos seguro que les molestará. Su pretensión es exponer lo que pasó. Y pasó lo que pasó. La composición al principio me resultaba extraña, porque como lector de novela buscaba una continuidad en los protagonistas, hasta que comprendí que se trataba de testimonios en primera persona y que la verdadera protagonista era la guerra «incivil». O, más que la guerra, la ruindad humana de aquellos vencedores que gozaron humillando, torturando y matando a los que consideraban perdedores. Eso explica que los que se sienten herederos del régimen del terror, que supuso la dictadura consiguiente, intenten borrar todo rastro de memoria, justificando una violencia por la supuesta maldad del enemigo y llamando subversivos a los que defendían un régimen democrático, cuando los subversivos fueron ellos.

En esa guerra hubo terror por parte de los dos bandos, no podemos obviarlo, pues los sádicos criminales no se distinguen por la ideología. Pero hubo diferencias significativas, pues no solo importa la calidad, sino también la cantidad. Y un bando mató mucho más que el otro de forma exponencial. Si se habla de más de 2.000 asesinados en Paracuellos del Jarama, hay que hablar de los más de 4.000 en la plaza de toros de Badajoz. Si se habla del asesinato de Muñoz Seca, hay que hablar del asesinado de García Lorca. Si se habla de las checas hay que hablar de los campos de concentración. No quiero argumentar el «y tú más», pero a iguales crímenes, los crímenes de los vencedores fueron muchísimo más numerosos, con el agravante de que fueron ellos los que destaparon la caja de Pandora, los que rompieron el saco de los truenos, los que abrieron la espita Y estos eran los mismos que decían seguir las enseñanzas de un dios pacífico. Argumentan que fue una guerra preventiva, ya que se estaba preparando otra guerra, una revolución. Pero esto es una falacia indecente, ya que todas las guerras son preventivas para el que las inicia. Esto no es más que una justificación: «te pego, porque me ibas a pegar», pero, si no te hubiera atizado, tú tampoco a mí. Es decir, si no se comienza una guerra no hubiera habido guerra. Aquel que se alzó, fusilando a los mandos del ejército que no lo secundaron, es el responsable último de que los sicópatas camparan a sus anchas. Y de la represión posterior, durante cuarenta años, teniendo las cárceles llenas de opositores esperando su fusilamiento.

Hay que leer Covalverde, primero, porque es una lectura necesaria, porque lo que pasó pasó, le duela a quien le duela. Porque hay que conocer cómo se desatan las bajas pasiones cuando a estas no se le pone límite. Porque está llena de retratos de crueles asesinos, pero también de gente buena. Segundo, porque es un libro hermoso, lleno de poesía y de amor a la naturaleza; una naturaleza tan extrema como la que rodea la localidad protagonista de la novela, que es la sierra de Gredos. Los capítulos breves, las distintas voces, el tono poético del entorno natural, la riqueza de las expresiones y vocabulario de las gentes del campo, conforman un relato hermoso.

Es necesario leer Covalverde, pero es apasionante leer a Santos Jiménez.

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